Saturday, June 17, 2006

Elián y mis rodillas (basado en el relato de Karla Cruz)


Tenía 13 años de edad cuando cursaba el sétimo grado de estudios en Cuba. La profesora ingresó al salón y empezó a repartirnos unas franelas con la imagen de un niño, acompañado de un lema que decía: “Salvemos a Elián”. Yo no entendía muy bien la disputa, sin embargo, sabía que su madre había querido darle una nueva vida en Estados Unidos, tratando de alcanzar, utilizando una lancha, las costas de la Florida.
Mi padre me dijo que eso era muy peligroso y que los tiburones podían comerte. “Qué valiente eres, Elían”, me dije, mientras veía los programas televisivos que solo hablaban de él. “Es una cuestión de estado, mi hija”, me dijo mamá. Yo preferí ir a jugar con mis amiguitas. Al día siguiente, en clases, los compañeros de la escuela estaban contrariados. “Hoy no habrá prueba”, dijo Fabio, el gordito del aula. Me alegré porque no había aprendido bien la clase. “Todos a vestir el pollover (polera) y a formar una cola en el patio, nos vamos a la marcha”, oímos por los parlantes de la escuela.
“Hoy es un día especial, defenderemos la dignidad de nuestro pueblo. ¡Abajo el imperialismo yanqui! ¡Abajo la mafia asesina!”, decía un coronel del ejército, que parado frente a nosotros, nos trataba como a soldados. Largas caminatas bajo el sol. Sudaba y me dolían las rodillas (siempre que hacía demasiado esfuerzo tenía ese problema). “El dolor está en su mente, alumna, si usted cree que le duele le dolerá”, me decía el coronel.
Durante meses marchábamos frente a la Sección de Intereses de Estados Unidos en La Habana, portando papeles y depositando en el ánfora de sugerencias, cartas reclamando al gobierno de Bill Clinton que “nos devuelvan a nuestro hermanito”. A veces de día, muchas otras de noche, siempre debíamos estar listos para cuando al Comandante se le ocurriese sacarnos a “pasear”. Amaya, mi amiguita de aula, se cansó de tantas marchas y un buen día empezó a faltar reiteradas veces a la escuela, sin justificación alguna. Le bajaron las calificaciones, la miraban como a una contrarrevolucionaria y más de una compañera le dejó de hablar por “órdenes superiores”. Ella pensó que me alejé igual que el resto, pero no fue así. Mi abuela me encargaba una infinidad de quehaceres antes de darme permiso para visitarla, y por lo general, nunca los acababa.
Hace dos años que radico en Hialeah, Florida, Estados Unidos y no sé qué fue de la vida de Amaya. No lo sé. Tengo vagos recuerdos del día que el “balserito” regresó a Cuba. Sé que hubo mucha algarabía en el país, que el Comandante leyó victorioso un discurso ante miles de compatriotas y que mis rodillas dejaron de dolerme.

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