Wednesday, September 27, 2006

El hombre que esperaba


Desde hace siete años, cada jueves de su vida espera sentado en la banca de un parque a la enamorada que nunca tuvo. No ha faltado a la cita porque tiene la seguridad que ella aparecerá alguna vez. Una mezcla inexacta de locura y amor.
Se hace llamar José Temario Luna (33 años), y quizá ese no sea su verdadero nombre. Llega a las 7 de la noche en punto. La coaster que llega proveniente de Ate-Vitarte se detiene en la esquina de la avenida De La Rosa Toro. Mira a ambos lados como si lo estuvieron siguiendo. Extrae una cajetilla de cigarros Montana de la casaca marrón de cuero que trae puesta y enciendo el primero de la noche. De cabello negro semiondeado, nariz aguileña, mirada esquiva como su vida, José Temario no se inmuta ante el claxon de un auto que le advierte que no debe ser imprudente al cruzar. Camina pidiendo permiso a cada transeúnte con el que se cruza hasta llegar a la avenida Julio Mayor Bayletti. Hace una pausa y extrae el segundo cigarrillo de la noche. Los palos de fósforo se apagan por el viento reinante, pero eso no importa; tiene una caja de cerillos más consigo. A pesar que conoce el sendero hacia el Parque número 2 de la urbanización Javier Prado, en San Borja, escrudiña cada dirección como si tuviera temor a perderse.
Ese mismo hecho le valió para detectar el error en la escritura de la avenida Bayletti. En la esquina de la calle José Jiménez Borja y Bayletti, en la pared de una de las viviendas, la mencionada avenida está escrita con i latina. “Qué error tan garrafal”, afirma. El humo de su pucho lo acompaña por tercera vez. No hay luna y eso lo desespera. Le gusta observar el satélite que alumbra la oscuridad de la Tierra. Quizá sea ese el argumento para inventarse el apellido que me dijo. Antes de sentarse en una de las bancas centrales, se acerca y persigna en la estatua de la Virgen que protege la estación de los serenos.
Son las 7.30 p.m. y sentado ya, enciende uno más. Observa a los vecinos que pasean sus perros por dicho parque. “Los hay de muchas razas, pero mis preferidos son los Cocker Spanish”, comenta. Se le nota preocupado, el reloj avanza, ya son casi las 8 y no llega su cita. Fuma uno tras otro. Se pone de pie, amaga unos pasos, y se vuelve a sentar. Levanta la mirada, intenta divisar la figura de Ana María Lucía Roldán. Pero no ella no llegará.
-¿Tienes encendedor?, requiero.
-No.
Me voy por donde vine, pero a medio camino regreso y repregunto. -¿Y, fósforos? -Sí. Enciendo el Hamilton y le agradezco. No me dice nada. No parece notar que quiero entablar una conversa. “Qué frío, ¿no?”, le digo. Un parco sí obtengo por respuesta. “Espero a alguien pero parece que me plantó”, añado. “Yo también, así que es mejor que te vayas porque ella es muy tímida y si te ve…”.
Me siento en la siguiente banca y lo observo. Calculo que debe tener unos 40 años. Luce limpio y aseado. Hago el ademán de alguien en espera de un acompañante, y me mira por primera vez. Se acerca hasta mí y me dice: “¿qué hora es?”. “Son las 8.05 p.m.”, contesto. “Ya es tarde, parece que te dejaron como a mí”. Compartimos la mima banca y empezamos el diálogo; es un decir, porque lo de él es un monólogo que parece aprendido. Me cuenta de su pasado como marino mercante, de sus pericias por el Caribe y las costas de Europa.
Hago un ademán de incredulidad, pero no repara en ello, y sigue. Sus historias con mujeres distintas (las tuvo rubias, morenas, blancas, hasta griegas), me suenan divertidas e interesantes. “No continúo en embarcaciones porque una vez me ‘pescaron’ con la mujer de un oficial, y en donde se come… tú ya sabes, ¿verdad?”. Sí, claro, entiendo perfectamente. Conversamos acerca de muchas cosas hasta que menciona el motivo de su espera. “Hace varios años (9) conocí a Ana María, es una mujer fabulosa en todos los aspectos. Ella es del Callao y nos conocimos en el puerto chalaco. Yo desembarcaba y ella despedía a su esposo. Lo primero que me atrajo de ella fue su coqueto caminar; la abordé y empezó nuestra amistad. La llamaba todos los días que yo estaba en tierra. Con el tiempo, nos hicimos muy buenos amigos, eso lo dejó remarcado ella, “sólo te prometo amistad”.
A mí no me importaba con tal de tenerla cerca”. “Durante dos años la acompañaba a todos lados, claro siempre que no estaba su esposo. Hacíamos el mercado, íbamos al cine, una que otra vez a bailar, era encantador tenerla en mis brazos y tocar las fibras de su espalda; bailaba como pocas. Después de un tiempo, no pude más y traicioné nuestro pacto y me le declaré. Sus ojos brillaron, lloró, le pedí perdón. "No tienes que hacerlo, pues siento lo mismo por ti, pero no digas más, calla, por favor”.
La llamé por teléfono las dos semanas siguientes y me contestaba Aurora (6), la segunda de sus hijas: mi mamá dice que no está. Esperé un mes más y fui a buscarla cerca del colegio de las niñas. Hasta que un día la encontré; nos miramos, confundidos en un abrazo eterno nos dijimos cuánto nos habíamos extrañado.
Me pidió paciencia y una nueva cita, pero fuera del Callao. Acepté y le dije que en San Borja existen parques muy lindos. Está bien, me dijo, y quedamos el jueves en el Parque número 2 de San Borja. Yo lo conocía porque en varias oportunidades había visitado a un antiguo amigo que residía por la zona. Ok, respondió, entonces me bajo entonces en el puente de De La Rosa Toro con Javier Prado. Sí, sí, ahí mismo. Espérame, por favor, yo llego”. Fue la última vez que la vio. Nunca más nadie contestó el teléfono. Las niñas mudaron de colegio y la casa del Callao está alquilada. Nadie da razón del paradero de Ana María. José Temario Luna continúa su espera y no piensa faltar a la cita de cada jueves. “Ella me pidió que la esperara, y yo soy hombre de palabra”.

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