Memorias de mis putas tristes
La modernidad le cae como una patada en los riñones, le provoca arcadas, migraña y mil desgracias más. La proliferación de negocios y sus avisos en luces de neón han espantado a los parroquianos, aquellos cortejantes de viejas prostitutas que patrullaban esa desolada calle.
Lucha tiene 48 años y vende caramelos y cigarrillos en la calle Los Andes, en Independencia. Este jirón, ubicado entre el Mega Plaza y el Royal Plaza, pertenece a la urbanización Industrial Panamericana Norte y limita con las avenidas Alfredo Mendiola e Industrial. Termina en la cuadra cinco: lo anecdótico es que empieza en la cuatro y, en la mitad de ambas, se halla la seis. Hace años, esa zona sólo albergaba un negocio de confección y venta de muebles, que cerraba, a más tardar, a las seis de la tarde. Luego, el silencio y la poca luminosidad lo convertían en el lugar perfecto para ejercer el meretricio.
“Ya no hay ventas”, señala Lucha. Quién va a venir a echarse una canita al aire en medio de un gentío que camina apurado, sin vida. “No, pues, así es difícil seguir”, continúa. La mayoría de chicas se marchó a lugares más discretos, y las pocas que quedan se resisten al exilio de puro románticas que son.
Son las dos de la mañana. Recorro la calle en mi moto a muy baja velocidad. Es la hora punta y, en comparación con la horda de mujeres que en otros tiempos vendía sus caricias, ahora hay muy pocas. “En sus buenos tiempos, aquí trabajaban cerca de una centena de prostitutas y sólo algunos travestis”, señala Rolando de la Cruz, brigadier de la Policía Nacional de Independencia y, a su vez, promotor de las juntas vecinales preocupadas por el orden y las buenas costumbres.
Las cuento con los dedos de la mano izquierda (con la derecha sujeto el timón de mi Elite 125). Son cinco. Paso y repaso. Me siento un artista de cine: todas me han alabado. Han de ser muy agudas y rápidas en su análisis, porque en nueve años mi ex novia jamás destacó tantas cosas en mí. Me acerco a una de ellas. Viene de buena gana, le pongo mi mejor cara, me regresa la expresión, aliso el cabello hacia atrás, menea su cabellera, ya está cerca, camino a ella: “Dios mío, puede ser mi abuela”.
María, Lulú, Carmen, Gloria y Mabel son cinco espectros que se resisten a marcharse de lo que ellas señalan “su centro de trabajo”. Por decoro no les pregunto la edad y por fatiga tampoco busco adivinarla. Están desdentadas, con curvas que hace tiempo fueron perdiéndose, lucen gordas, descuidadas, exageradamente pintarrajeadas, y tratan de mantenerse sonrientes, así el dolor de las várices —que ya ganaron la mayor parte de sus piernas— intente borrarles la sonrisa. Todas llevan algo negro encima (el color oscuro adelgaza) y usan moños que sujetan esas cabelleras pintadas que intentan ocultar canas rebeldes.
Los vecinos las ven como un mal recuerdo que todavía se resiste a caer en el olvido, y es que aún se mantiene en sus memorias los problemas que traía consigo la prostitución callejera: la delincuencia y el pandillaje. “No existe una estadística exacta de cuántos robos y asaltos en la modalidad del cogoteo se perpetraban aquí. Si en situaciones normales de cada cinco asaltos sólo se denuncian dos, imagínese a un parroquiano denunciando un robo por tirarse a una putita”, enfatiza De la Cruz.
La nueva cara que exhibe la calle Los Andes tiene que ver con el giro de los negocios. Ahora se puede caminar por ahí y degustar en casinos, pollerías, restaurantes, bar, cancha sintética de fútbol, bares, licorerías. Hasta tienen de nuevos vecinos al Reniec y el Juzgado de Familia en el 645 de Los Andes.
La mayoría de locales que aún presta sus habitaciones para urgidos amantes, de manera estratégica, decidió cambiar la denominación de hostal por hospedaje. “Así suena mejor, jovencito. Hay menos roche”, confiesa Anselmo, viejo cuartelero de la calle.
El hostal Las Vegas se mantiene a pie firme en ese desesperado acto de subsistencia. Sus propietarios son gente poco dada al diálogo, parecen preparados para la guerra, no están dispuestos a que la hojarasca de la modernidad los termine por desaparecer.
El hostal es la última línea de defensa que alberga en sus instalaciones a homosexuales, transexuales y prostitutas, que, hasta antes de la medianoche, exhibe, desde el segundo y tercer piso, sus siliconeados y ajados cuerpos, según sea el caso. Sus habitaciones (si a eso se le puede llamar así) cuestan entre quince y treinta soles. Por ese precio el parroquiano tendrá una experiencia íntima con el sarpullido y la picazón. Las sábanas trajinadas y los focos de cincuenta kilovatios acentúan más el mísero ambiente.
Con poco dinero y mucho estómago, algún desesperado amante sin éxito en lides amatorias puede tomarse su revancha y lograr un precio de hasta ocho soles. Son tiempos de crisis, así lo entienden ellas.
Hace dos años, cuando trabajaba en la oficina de prensa de la Municipalidad de Independencia, fui testigo de un operativo sorpresa en Las Vegas. La administradora, una señora de unos 50 años, casi ni se inmutó ante la presencia de funcionarios, fiscales, policías municipales y nacionales. Hizo una llamada de medio minuto. Frunció el ceño y arrugó aún más la cara para buscar entre viejos cuadernos la licencia de funcionamiento. Disparó al tiempo que mostraba los papeles: “Nosotros tributamos en San Martín de Porres”.
Desde hace más de cuatro décadas esta zona industrial se encuentra en litigio. Es una guerra territorial al más alto nivel, con dardos y declaraciones de alcaldes, corroboradas en cancha —por si hacía falta— con los puños de sus respectivos serenos. Los negocios que trabajan al margen de la ley se amparan en ese río revuelto. Cuando se les requiere sus respectivas licencias, argumentan que tributan en el otro distrito: así han pasado años sin pagar ningún impuesto.
En esta zona es normal encontrar dos negocios contiguos, uno con el permiso comercial expedido por Independencia, y el otro, por San Martín. Las placas domiciliarias también son una cosa de locos: diez metros son de Independencia, quince de San Martín y así sucesivamente. Sin embargo, en lo único en lo que han coincidido ambos municipios fue en combatir en forma conjunta la prostitución en Los Andes.
Antes que el Mega Plaza inyectara su modernidad, aquí el pasado sí fue mejor (para ellas). Resistieron los embates de la Policía y el Serenazgo de dos distritos, pero unos avisos luminosos les ganaron la batalla. Estas cinco mujeres dejaron en Los Andes su juventud y no piensan regresar a casa con su vejez. Son la resistencia, la última trinchera que se resiste a morir.